Faltaba
poco para el amanecer. La pareja dormía cuando Mario apareció.
Nelly, que reposaba boca arriba, abrió los ojos y lo percibió a los
pies de la cama. Ajustó la vista procurando ver mejor entre
penumbras y la confirmación le heló la sangre.
Tras
el primer momento de estupor codeó a su compañero, quien roncaba a
espaldas de ella. Éste no se movió. Lo volvió a codear:
―Pedro
―murmuró ―¡Pedro! ―pero no obtuvo respuesta.
Se
dirigió entonces a la aparición, a quien no había quitado ojo y
permanecía allí de pie, inmóvil, con la mirada clavada en ella:
―¿Qué quieres? Vete, estás muerto ―dijo con todo lo que le dio
la voz: un murmullo.
Sin
embargo la tenue voz de Nelly ahora sí despertó a Pedro, quien de
todos modos no se movió. La campana de su alarma interior tañia con
fuerza, la sangre fluyó con más premura por sus venas. Él también
se mantuvo inmóvil cuando la voz de Mario -igual que siempre pero
más pausada- dijo a la mujer:
―Me
traicionaron. ―El sonido categórico de su voz fue sin embargo
hueco, falto de emoción, desesperanzado. Mas no había dudas en
cuanto a que se trataba de Mario, muerto tres días atrás.
Un
escalofrío sacudió a Pedro de pies a cabeza. Se dijo que estaba
soñando y con mínimos movimientos de su mano se pellizcó. Sintió
dolor y de tan necio y cobarde que era se mintió: “Estoy soñando”,
se dijo, y estático permaneció cuanto pudo, procurando aliminar un
temblor incontrolable que además resonaba en su nuca.
―¡Pedro,
despierta! ―repitió Nelly, dejando de mirar a la aparición para
hacer reaccionar a Pedro de una vez por todas. Lo sacudió y aun así
no lo logró. Antes de volver a posar los ojos en Mario rogó que
hubiese desaparecido. Pero no, allí estaba, espectro nacido de las
sombras.
―Mataron
dos pájaros de un tiro ―dijo Mario. Sus labios ni se movieron.
Pedro
había cobrado plena conciencia mas no osaba moverse ni intervenir.
“Estoy soñando” volvió a decirse, y se lo reiteró varias
veces, de algún modo para no prestar atención a los dichos de
Mario. “Estoy soñando”“Estoy soñando”“Estoy soñando”.
―Recién
conocí la traición tras mi muerte. ¿Qué debo hacer ahora? ―El
aspecto de Mario más que horror impregnaba tristeza. Una ínfima
parte de la mujer se conmovió:
―Mario,
yo nada tuve que ver ―dijo. ―Fue la fatalidad. Nunca hubieran
saldado la deuda de no cumplir el encargo de ese crimen. Podrían
haber caído juntos... Pedro tuvo mejor suerte.
―Pedro
fue quien me delató para quedarse contigo. ¿Lo ignorabas acaso?
Tonto de mí que por lealtad no lo quise inculpar. ¡Lo hicimos
juntos!
―Díselo,
puedes vengarte con él no conmigo. Ya despertará.
―Está
despierto. Pero es tan indigno que no osa verme a los ojos.
Pedro
intentó no mover un músculo pero temblaba. No se volvió, temía
ver venir a la muerte, prefería dejarla llegar y lo llevara sin
verle a los ojos.
Nelly,
que tenía más descaro y entereza, intentó razonar con Mario o lo
que fuera eso que estaba allí, metido como cuña en medio de sus
vidas:
―Pensábamos
hacer lo posible para ayudarte y aguardar que cumplieras la pena. No
debiste suicidarte, eso no fue más que tu culpa.
Nuevamente
el espectro permitió descender un mueca triste sobre sus labios:
―¿Ayudarme? Sí que tienes agallas y cinismo, mujerzuela ―dijo.
―La idea fue quitarme de en medio.
El
espectro se acercó, aproximándose lo más posible a la cama, justo
por la parte central, y apoyó en el borde una de sus rodillas. Las
narinas de la pareja se fruncieron al percibir un tufo desagradable.
―Háganme
sitio ―dijo Mario. En el fondo de sus ojos brilló un relámpago.
―Siento deseos de ti Nelly. ¿No te importa si la poseo, verdad
Pedro?
Aquél,
aunque había pensado en levantarse y salir pitando siguió la regla
del menor esfuerzo, como acostumbraba, y permaneció inmóvil. Nada
podía importarle más que no sufrir daño alguno. Algo en su
estómago se retorcía y hasta temió hacerse encima.
―Fue
terrible palpar el odio de todos, sus miradas, sus voces insultantes,
los puños de los hombres en el aire amenazándome, las uñas
afiladas de las mujeres pretendiendo rasgar mi rostro, la desolación
de la familia de la víctima...
El
semblante de Mario era de arrepentimiento y forzada resignación. Su
palidez estaba cobrando una tenue tonalidad verdosa y era notoria la
marca morada que rodeaba su cuello. Durante ese instante de silencio
se oyó el lejano canto de un gallo. El aparecido clavó los ojos en
Nelly y continuó:
―Por
las noches, cada detalle de mi captura volvía a mí mente una y otra
vez. Caminaba con las manos atadas, arrastrándome a la sentencia que
todos deseaban para mí y la turba que me rodeaba emanaba un odio
doloroso. Mas fui iluminado por una frase que recordé ni sé de
donde “La horca es una balanza que tiene a un hombre en un extremo
y a toda la tierra en el otro”(*). Por eso me ahorqué. Nada es
peor que sentirse tan miserable y solo. No merecía continuar
viviendo. Había perdido la gracia Divina y debía morir. También
ustedes, y más aun por lo que me enteré después de muerto.
―¿Vas
a matarnos? ―preguntó Nelly ―¿Puedes hacerlo?
―No
lo se, de momento estaré contigo una vez más. ―Y desplazando un
tanto las piernas de uno y otro hacia un lado terminó de subir a la
cama.
Comenzaron.
Pedro notaba los movimientos que se manifestaban a sus espaldas y aun
cuando oía los jadeos continuó como de piedra. Ella mantuvo
cerrados los ojos y mentalmente intentó recrear la ternura y la
pasión que conocía de Mario. Pero halló su cuerpo frío, torpes
sus movimientos, simulado su deseo, e inmenso su asco.
Horas
más tarde el sol se filtraba a través de la persiana permitiendo
abarcar con mayor facilidad los detalles de la habitación. Pedro y
Nelly yacían boca arriba respirando en silencio, apartados apenas
por el hueco que entre ambos ocupara otro cuerpo.
Aun
permanecían sin hablar ni moverse y quizás ya fuese mediodía
cuando Pedro miró hacia un lado, buscando la mirada de Nelly. Ella
percibió el movimiento y también se volteó.
―¿Fue
un sueño? ―dijo Pedro.
―¡Claro
que fue un sueño! ―respondió Nelly, y levantándose comenzó a
vestirse. Pedro, al sentir que su corazón apaciguaba los latidos
comenzó a sollozar.
―¿Ahora
lloras? ―dijo Nelly con hastío. ―Fue un sueño, ya te lo dije.
―Terminaba de vestirse con prisa, quería dejar todo atrás.
Mientras
secaba sus lágrimas Pedro respondió: ―Nada nos asegura que no lo
volvamos a soñar. Tal vez cada noche nuestro sueño se repita. ¿Qué
podría evitarlo?
Ella
hizo como si no escuchara y sin responder salió rumbo al baño.
(*)
Frase extraída de “Nuestra señora de París” - Víctor Hugo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión importa, gracias por detenerte a realizarlo.