2 de marzo de 2009

Leviatán


Ante el creciente crujir de la hojarasca temí que apareciera un oso enorme, un animal terrible y famélico que las sombras del bosque hubieran ocultado con su sol en retazos y ahora, despierto su apetito, avanzara en mi dirección alertado por su olfato.

Sonreí al ver pasar a mi lado una patética liebre en frenética carrera y hasta acepté, avergonzándome de mi blandura, que fuera ella quien me había sobresaltado.

Enseguida, cual desorientada flecha y sin percibir siquiera mi presencia, desfiló junto a mí un relámpago con piel de zorro que se perdió entre los disimulados recovecos del follaje.

Palpitando bajo mi camisa volvió a poseerme el temor. Respiré hondo y aferré el arma con firmeza, levanté la frente y agucé la vista.

La brisa me permitió advertir el aliento del monstruo y casi sin que lo notara su lengua ardiente me sobrevoló. Ante mis ojos se desplegó la infernal visión de sus dedos amorfos estirándose a rasguñar mi rostro y lacerar mi carne.

Su altura comenzó a oscurecer la tarde y tuve la seguridad de que los propios árboles temían. Por evitar que sus brazos me rodearan corrí, salté, rodé pendiente abajo quejándome como un guijarro.

Al estar seguro de no correr peligro, exhausto, me detuve. Aterrado y magullado pero a salvo contemplé su marcha destructiva desde el borde del lago. Jamás olvidaré aquellos tentáculos flameantes tomando prisionera la colina.

Desperté al amanecer, una llovizna triste picoteaba la arena. Donde antes prosperaba un mundo verde el monstruo había dejado olvidada su capa: sólo quedaban del bosque brunas y humeantes espinas.